La Biblia dice en Lucas 7: 47
“Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; más aquel a quien se le perdona poco, ama poco.”
Un fariseo llamado Simón invitó a Jesús a su casa a cenar. Era inusual que un hombre perteneciente a esta confesión religiosa tuviera una deferencia de este tamaño con Jesús, porque generalmente quienes pertenecían a ese grupo detestaban a Jesús, pero el Señor acudió con el fariseo y allí una prostituta ungió con un perfume costoso sus pies.
Simón se escandalizó por ese hecho. No podía dar crédito que una mujer de esa clase hiciera eso. Y sobre todo no podía creer que Jesús no supiera que tipo de persona lo estaba tocando, aunque en realidad lo único que hacía era llorar y llorar a los pies del Señor desahogando su alma a los pies del único ser que la aceptaba tal cual era.
Esa incomodidad del fariseo Simón Jesús la usó para enseñarnos lo que a mi juicio es una de las más valiosas enseñanzas sobre el arrepentimiento y perdón. La mujer descubrió la magnitud de su maldad porque conoció y reconoció que estaba frente a un ser santo, limpio y puro como Jesús.
Como no reaccionar de esa manera si tenía frente a sí al Dios del cielo encarnado y se percató que su estilo de vida no concordaba con lo que demandaba Dios y por eso literalmente lavó con sus lagrimas los pies de Cristo que no la rechazó, ni la condenó, sino que simplemente recibió su arrepentimiento como no lo había hecho nadie nunca.
En contraste, Simón se sentía sin culpa. Se sentía perfecto. No había en su interior el más mínimo deseo de reconocer su condición pecaminosa. Era un fariseo pegado de sí mismo. Al contrario sentía que Dios le debía a él por su perfecta vida y por eso su actitud de superioridad espiritual.
No sentía la necesidad de reconocer su pecaminosidad. Se sentía tan bueno, tan piadoso que no se dio cuenta frente a quien estaba, en cambio esa mujer supo que estaba ante el único que podía lavar su alma, ante el único que podía tenderle la mano y hacerle libre de toda la maldad que había en su vida.
Ella dio muestras de que amaba mucho porque supo de donde la había sacado el Señor. Simón no sentía ninguna necesidad. Se sentía auto suficiente. Y allí estriba la gran diferencia entre quienes aman mucho al Señor y quienes lo aman poco. Los primeros saben que no pueden vivir sin él, pero los segundos se piensan solventes ellos mismos.
La clase de amor que le prodigo a mi Señor es inversamente proporcional al descubrimiento de mi condición pecaminosa. Cuando descubro el tamaño de mi maldad, me doy cuenta del tamaño del amor de Dios por mí que me perdonó tanto y tanto.