La Biblia dice en Lucas 19:42

“¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos.”

Estas fueron las palabras que Jesús dirigió la eterna ciudad de Jerusalén cuando la tuvo frente así. Evidentemente no le hablaba a esa milenaria ciudad, sino más a sus habitantes. Aquella generación que vivía en el monte de Sion y que no pudo conocer la visitación del Mesías a su nación.

Jesús esperaba que sus compatriotas pudieran discernir la magnitud de su presencia y su relevancia para la paz de esa sufrida tierra, pero no lo pudieron hacer ni siquiera el día en que el Señor entró montado en pollino y que todos los estudiosos de los evangelios le llaman entrada triunfal.

Jesús se explicó a sí mismo y a todos nosotros la razón de esta triste condición del pueblo judío: el evento estaba encubierto para los ojos de la mayoría de ellos. La palabra “encubierto” se traduce en otras versiones como “oculto”, “escondido” y “tus ojos siguen cerrados”.

Los hebreos que presenciaron el ingreso victorioso de Jesús a Jerusalén no pudieron comprender lo que allí sucedió y no pudieron hacerlo porque el significado real de ese suceso se les ocultó, se les escondió como si ojos estuvieran cerrados para no ver lo que allí estaba ocurriendo y su enorme trascendencia.

Aunque fue una decisión divina para que los gentiles gozáramos de la salvación eterna, los ojos encubiertos de los hebreos nos muestran como es que aun teniendo los ojos físicos para ver, las personas puedan estar cegadas. Tener el sentido de la vista nunca será garantía poder ver lo que Dios tiene para las personas.

En diversos relatos esta verdad se muestra en la Escritura. Eliseo oró por su ayudante y le pidió al Señor que le abriera los ojos para que viera cuantos ángeles los protegían. Los ojos de los dos discípulos que iban camino a Emaús fueron abiertos para que pudieran reconocer al Señor y salieran de su letargo.

No está por demás, entonces, orar de manera reiterada para pedirle a Dios que nos abra los ojos para ver las maravillas de su ley, pero también para ver las necesidades de los demás y ver asimismo a Cristo a través de los que sufren.

Indígena zapoteco de la sierra norte de Oaxaca, México. Sirvo a Cristo en la ciudad de Oaxaca junto con mi familia. Estoy seguro que la única transformación posible es la que nace de los corazones que son tocados por Dios a través de su palabra.

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