La Biblia dice en Lamentaciones 1:10
“El enemigo se ha adueñado de las riquezas de Jerusalén. La ciudad vio a los paganos entrar violentamente en el santuario, ¡gente a la que tú, Señor, ordenaste que no entrara en tu lugar de reunión!”.
Jeremías contempló Jerusalén destruida y lloró sobre ella y escribió lo que sus ojos contemplaron aquellos días infaustos, aciagos, dolorosos, penosos y lamentables en los que la ciudad del Rey, la casa de Dios y el pueblo escogido fueron reducidos a escombros y el glorioso templo de Jerusalén fue profando por los gentiles idolatras y paganos.
El profeta hizo un recuento de todo lo acontecido durante esos momentos de gran pesar y tristeza para los piadosos que miraron su ciudad, la ciudad del Gran Rey, convertida en un montón de escombros, arrasada por inconversos que no tuvieron miramiento alguno ni con los edificios sagrados y mucho menos con las personas.
Fue tal la calamidad que se vivió en ese tiempo que los gentiles profanaron el templo al que ingresaron sin la menor consideración o recato que se debía a ese lugar y Jeremías lo subraya de una manera bien clara para hacerles ver sus compatriotas el grado de calamidad que alcanzó la invasión babilónica. Fue una tremenda desolación.
Al templo de Jerusalén sólo podían entrar los sacerdotes y levitas. Los sacerdotes podían ingresar al lugar santo, mientras que el sumo sacerdote ingresaba una vez al año al lugar santísimo para ofrecer el sacrificio del día de la expiación, en tanto que los levitas hacían labores de limpieza y cuidado en los alrededores del templo.
Ni los propios judíos que no pertenecían a la familia sacerdotal o de levitas tenían derecho a ingresar al templo y por supuesto que los gentiles menos. De hecho había naciones como los moabitas y amonitas que tenían ex profeso prohibido entrar a la congregación de Israel y mucho menos a la casa del Señor.
Pero los babilonios no solo entraron en la ciudad, sino que ingresaron al santuario del Señor y se llevaron todo lo que encontraron a su paso, mientras los hebreos contemplaban impávidos la escena, acongojados, estupefactos y azorados al no dar crédito a lo que sus ojos veían. Todos quedaron desolados.
Ellos que tanto habían cuidado su templo, que se habían limitado a ingresar a los lugares sagrados, ahora veían que una turba de paganos se paseaba sin respeto alguno a la morada del Altísimo y sufrían, sufrían mucho porque su conciencia era amartillada con esta deprimente situación que irremediablemente los hacía sentirse desolados.
Jeremías escribe la crónica de la destrucción Jerusalén para hacernos ver la magnitud del pecado. La maldad destruye todo, nada deja en pie en la vida de las personas, hasta aquello que es lo más valioso. No debemos echar en saco roto nunca nuestros deberes con el Señor.