La Biblia dice en Salmos 126:3
“Sí, el Señor ha hecho grandes cosas por nosotros, y estábamos alegres.”
El salmo ciento veintiséis celebra una de las más poderosas obras del Señor: reunir a su pueblo cautivo que vivía lejos de su tierra, haciendo pedazos a Babilonia, un imperio que se sentía inamovible y doblando la voluntad de los gobernantes y poderosos del imperio medo-persa para que les permitieran retornar a su patria.
De esa forma se constituyó el gran retorno de los judíos hace dos mil quinientos años y de idéntica manera hace casi ochenta años volvieron a su país luego de un exilio que se prolongó casi por dos mil años y en los que padecieron toda clase de injusticias que estuvieron a punto de costarles la existencia como pueblo. El genocidio fue terrorífico.
Cómo no cantar, entonces, que el Señor ha hecho grandes cosas. Cómo no declarar sobre hechos consumados el poder ilimitado del Creador para llevar a cabo sus planes y obrar señales que escapan a la comprensión humana, cómo no reconocer que nuestro Dios es un Señor sin contrapeso alguno a la hora de ejecutar su voluntad.
Como creyentes en Cristo Jesús, nosotros también fuimos liberados de una cautividad todavía más sombría: la del pecado y con esa liberación pasamos del reino de las tinieblas al reino de su amado Hijo y podemos decir con las mismas palabras que los hebreos: Grandes cosas ha hecho Dios por nosotros.
La alegría que da la libertad es indescriptible porque nos permite disfrutar todo aquello que antes no podía gozar. La alegría de estar con los que amamos. La dicha de pertenecer al cuerpo de Cristo y dejar de ser ovejas extraviadas porque ahora nuestro gran Pastor nos ha regresado a su redil.
Sí, lo que hizo Dios por nosotros, merece nuestra gratitud y sobre todo nuestro reconocimiento porque a muchos de nosotros nos sacó de lo vil y menospreciado y nos dio un lugar especial en su pueblo cuando en realidad no merecíamos nada por nuestra rebeldía y obstinación.