La Biblia dice en Isaías 53:1

“¿Quién va a creer lo que hemos oído? ¿A quién ha revelado el Señor su poder?”

Con estas dos interrogantes comienza el profeta Isaías el llamado cántico del siervo sufriente que Dios le reveló setecientos años antes de que ocurriera la muerte expiatoria de Cristo Jesús en la cruz del calvario a manos del imperio romano, pero alentada y exigida por los gobernantes judíos.

Las interrogantes son válidas y muy adecuadas ante el cuadro que presenta el vidente de Dios, quien retrata de manera impecable los padecimientos del Mesías, a quien los israelitas asociaban y asocian siempre como el descendiente directo del rey David y por ende el único con derecho al trono prometido a ese monarca.

Que difícil era y es creer que ese hombre que moriría horriblemente era el Salvador del pueblo judío, quiénes creerían que aun en esa condición Dios estaba mostrando su poder si la persona de Jesús se le vería inmesamente débil, enormemente incapaz de ver por sí mismo y tristemente sin fuerza para luchar por evitar esa vergonzosa muerte.

Y veinte siglos después esas dos interrogantes siguen vigentes ante un mundo cada vez más incrédulo, ante sociedades del orbe que secularizadas se niegan a reconocer que ese hombre muerto de esa forma era y es el varón más santo y puro que haya pisado esta tierra y lo ignoran, lo desprecian e incluso niegan que haya sido quien dijo ser.

La muerte de Jesús, el más excepcional de todos los seres que ha visitado esta tierra, resulta para muchos aceptable, pero les resulta difícil comprender que su sacrificio fue expiatorio, es decir su violenta muerte fue en lugar de cada uno de nosotros, que nuestros pecados necesitaban y requierían el auxilio vicario de Jesucristo.

Las dos preguntas siguen retumbando en el mundo, ¿quién o quiénes serán capaces de creer y reconocer que la cruz del calvario fue un inevitable paso para lograr redimir al ser humano? Y que no fue una demostración de debilidad sino una expresión del poder de Dios para evitar la ruina eterna de los hombres.

La mejor respuesta es reconocer que allí murió un hombre por amor, que no tenía culpa alguna, pero para llevar nuestras maldades tuvo que ser cruficado y admitir que el poder de Dios al llevar a su Hijo a la máxima expresión de obediencia es en realidad no una manifestación de debilidad sino de su gran poder.

Indígena zapoteco de la sierra norte de Oaxaca, México. Sirvo a Cristo en la ciudad de Oaxaca junto con mi familia. Estoy seguro que la única transformación posible es la que nace de los corazones que son tocados por Dios a través de su palabra.

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