La Biblia dice en Lucas 1:35
“Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.”
Según el ángel Gabriel a Jesús lo llamarían Hijo de Dios, un título que nosotros los occidentales pensamos o creemos que es de subordinación, pero los hebreos lo entendía como de igualdad, es decir, al plantear que Jesús sería nombrado así, en realidad estaba equiparándose como igual al Señor.
Y este fue el gran conflicto que a la postre lo llevó a la cruz porque los fariseos, escribas, intérpretes de la ley y todos los religiosos de su época no lograron asimilar esta verdad que otros muchos sí. Cuando perdonaba pecados asumía esa naturaleza, cuando resucitaba muertos, cuando devolvía la vista a los ciegos, era Dios mismo.
Pero sobre todo cuando aceptaba adoración en un pueblo monoteísta que durante toda su existencia resistió rendirle culto a cualquier criatura humana, fue insoportable para ellos y por eso lo condenaron, pero eso en lugar de desaparecer o destruir la verdad del Hijo de Dios, lo confirmó.
Jesús resucitó y con ello manifestó claramente que era el Hijo de Dios porque la muerte no lo pudo vencer y claro que no lo pudo vencer porque a Dios nadie la gana nada porque es inmensamente poderoso.
María y José llamarían al ser que engendraría María, Jesús, pero la gente lo llamaría el Hijo de Dios y así lo llamamos hoy para recordar que cuando invocamos a Jesús, en realidad invocamos al Dios del cielo y de la tierra que vino a este mundo a mostrarnos la luz, a enseñarnos la verdad a tomar en sus manos nuestras necesidades y sufrir nuestros dolores.
El nacimiento de Cristo conmemora exactamente esa verdad, la de un ser indefenso que nace en un pesebre que teniendo todas las credenciales y poderes de ser Dios mismo, renuncia a ellas por amor a nosotros, por compasión abdica y se deja torturar y morir en la cruz para comprarnos vida eterna.
Celebramos ese milagro que Dios diseñó perfectamente, Cristo era humano porque lloraba, se cansaba, tenía hambre, pero al mismo tiempo era el Dios capaz de ordenarle a la tormenta que se callara y se callaba, que leía perfectamente el corazón de quienes lo rodeaban y que no se dejaba engañar por nadie.
El Hijo de Dios, ese maravilloso ser que trajo las grandes verdades del cielo a la tierra para mostrarnos una senda completamente distinta a la que estábamos acostumbrados a andar.