La Biblia dice en Lucas 1:31
“Y ahora concebirás y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús.”
El nombre del Salvador del mundo fue escogido por Dios mismo y sería y fue: Jesús. En hebreo ese nombre es Josué y significa justamente Jehová o el Señor salva. María concebiría y daría a luz un pequeño que a la postre se convertiría en el redentor de la humanidad que necesitaba y necesita con urgencia un salvador.
El pecado había dañado tanto a hombres y mujeres que día a día se perdían más y más y se encaminaban sin remedio a la perdición eterna y por eso el Creador ideó el plan de enviar a su Hijo para ofrecer la salvación a todo aquel que reconociera su triste y lamentable condición.
La doctrina de la salvación basa su núcleo a partir del nombre que se le dio al Mesías judío. La salvación es una enseñanza básica para todos los creyentes porque revela la clara intención de Dios de hacernos notar la gran necesidad que teníamos como humanidad al vivir completamente perdidos.
El nacimiento de Cristo ocurre por una enorme y deplorable condición espiritual de los habitantes de este planeta que requerían con urgencia la ayuda de alguien para evitar su condenación para siempre y Dios hizo el milagro maravilloso de enviar a quien años después pagaría con su vida nuestra redención.
La indicación que se le dio a María fue muy clara el hijo que iba a concebir por obra del Espíritu Santo habría de llamarse Jesús. En el nombre quedó marcado su destino porque su vida sería el instrumento para que el ser humano se salvara debido a que el hombre nada puede hacer por sí mismo para salvarse.
El nombre del Salvador nos recuerda esta verdad: no podemos hacer nada por nosotros mismos a la hora de presentarnos ante Dios. No tenemos ningún mérito, no tenemos nada que ofrecerle, al contrario estamos perdidos y no podemos por más esfuerzos que hagamos salvarnos por nosotros mismos.
Su nombre es la gran señal de nuestra profunda necesidad, es la expresión del amor infinito de Dios que en lugar de condenarnos nos envió un salvador y es, en síntesis, la manifestación más pura de la compasión divina a un mundo que se olvidó de Dios y se perdió y que solo en Cristo es encontrado y salvado.