La Biblia dice en Gálatas 6:14
“En cuanto a mí, de nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Pues por medio de la cruz de Cristo, el mundo ha muerto para mí y yo he muerto para el mundo.”
La pena de muerte fue una práctica común en el imperio romano. Todos los reos condenados a esa pena debían morir irremediablemente, solo que había dos instrumentos o maneras de quitarles la vida. A quienes eran ciudadanos los decapitaban, como fue el caso del apóstol Pablo, y quienes no eran ciudadanos los llevaban a la cruz.
El diseño de la cruz no se puede entender sin tener como referente no solo la crueldad del ejército romano, sino su intención amenazante y de escarmiento en los pueblos que sometía para advertir a quienes intentaran sublevarse el fatal destino que les esperaba muriendo poco a poco en ese horrendo mecanismo ideado para provocar una agonía lenta.
La crucifixión fue llevada por el imperio romano a las lejanas tierras de Israel desde Roma y Jesús sufrió en ella no solo un intenso dolor físico por varias horas antes de fallecer, sino también la vergüenza y oprobio de morir de esa manera considerada como el fatal destino para los desgraciados.
Con Jesús la cruz se convirtió en emblema de padecimientos, dolor, tristeza y vergüenza. La cruz nos recuerda que Jesús vino a este mundo y este mundo lo maltrató, lo hizo sufrir y lo llevó a la muerte más ignominiosa, indigna de su grandeza y sobre todo pavorosamente injusta porque él no hizo nada malo.
Al mirar a la cruz no podemos menos que avergonzarnos y admitir que el hombre clavado allí no debía haber estado allí, al alzar nuestros ojos a ese patético y macabro instrumento de dolor y sufrimiento lo menos que podemos hacer es tratar de honrar a quien dejó hasta su último aliento para que nosotros tuviéramos vida.
Sufrir por Cristo no debe ser motivo de vergüenza o pena. Padecer por seguirlo de ninguna manera nos debe desalentar al contrario como el apóstol Pablo escribe en el verso que hoy meditamos debe ser motivo de satisfacción y hasta de orgullo porque al ser despreciados, vituperados y perseguidos por su causa, queda en claro que nuestra fe es genuina.
Ninguno de nosotros irá a la cruz física como el Señor fue, pero el efecto de su muerte es nuestra propia muerte para el mundo, es decir todos los atractivos para nuestros sentidos en esta vida han dejado de ser relevantes y en consecuencia hemos dejado de buscarlos, concentrados exclusivamente en vivir para quien murió por nosotros.
La cruz de Cristo mató nuestros apetitos materiales. Liquidó nuestros vanos deseos. Inmoló nuestro patético egoísmo para servir al Señor con todo nuestro corazón.