La Biblia dice en Marcos 1:31
Y él se acercó, y tomándola de la mano la levantó; al momento se la quitó la fiebre y comenzó a atenderlos.
No sabemos por cuantos días la suegra de Pedro había estado enferma, tampoco sabremos el origen de su fiebre, muy seguramente por alguna infección que en esos días no tenía tratamiento médico, pero lo que sí sabemos es que Pedro llevó a Jesús a su casa donde tenía a su suegra con malestares físicos.
En cuanto Jesús supo que la mamá de la esposa de Pedro estaba enferma se acercó a ella y solo la tomó de la mano para levantarla y de inmediato la fiebre se le fue. El poder de Cristo se manifestó de esa manera en una mujer que muy probablemente ni siquiera esperaba su sanidad.
En aquellos días la gente se resignaba cuando perdían la salud porque sabían perfectamente que para algunos malestares, que hoy en día tiene una rápida solución, había que soportarlos y esperar pacientemente a que se fueran y si de plano eran graves esperar resignadamente la muerte.
La suegra de Pedro tuvo la bendición de que el apóstol llevara a su casa al Señor y que operara un milagro en su vida que le devolvió la salud de manera inmediata, pero lo sobresaliente de este verso que hoy meditamos hoy es que una vez que fue sanada de inmediato atendió a los invitados de su yerno.
Eso nos muestra y demuestra que un milagro en nuestras vidas irremediablemente nos debe llevar a servir al Señor. Un milagro no es para presumirlo, tampoco es para lucirlo como un trofeo ni mucho menos para quedarnos con algo de la gloria del Señor al efectuarlo en nuestras vidas.
La razón de un milagro de cualquier naturaleza en nuestra existencia es servirle. Es atender sus demandas y tomar nuestra vida para ponerla al servicio del evangelio, que es la mejor causa en la que podemos gastarnos y desgastarnos. Dios obra señales en nuestras vidas para entregarnos a él.
La suegra de Pedro fue sanada, pero una vez que recuperó la salud no salió a disfrutar de su sanidad, sino que se puso a servir.