La Biblia dice en Isaías 6:1
“En el año que murió el rey Uzías, vi al Señor sentado en un trono muy alto; el borde de su manto llenaba el templo.”
El rey Uzías fue un monarca con mucho conocimiento. Ese conocimiento lo llevó a ensanchar su territorio, pero además de ello fue inventor de instrumentos agrícolas porque amaba la agricultura, pero también fue un creador de novedosas armas de guerra para apoyar a su nación ante sus constantes y poderosos enemigos.
Esta capacidad lo hizo sumamente famoso entre los suyos, y los territorios contiguos a Israel que se sorprendieron por su innata capacidad para solucionar necesidades a través de creaciones surgidas de su inventiva. Todo parecía marchar perfectamente hasta que se llenó de orgullo y creyéndose más grande que todos sus antecesores quiso ofrecer incienso.
Solo que no tenía facultad para hacerlo ya que al lugar santo y santísimo solo podían ingresar los sacerdotes y el sumo sacerdote, respectivamente, sin embargo temerariamente lo hizo y el resultado fue que Dios lo hirió o castigó con lepra que finalmente le costó la vida ya que de eso murió.
Isaías lo menciona para recordar su llamado a la labor profética. Lo hace no solo para ubicar históricamente o en el tiempo el punto de partida de su función como profeta, sino para contrastar la razón por la que fue castigado este hombre llenó de conocimiento, pero que profanó el templo.
Se trata de precisar la condición divina frente la naturaleza humana. Dios es santo y vive apartado del mal. Nos permite conocerlo, pero a cambio de ello nos pide vivir ajustados a su piedad. Se trata de entender que es una concesión suya conocerle y permitirnos acercarnos a su presencia.
El profeta nos presenta dos actitudes diametralmente opuestas ante la santidad de Dios. La de Uzías que profanó el templo del Señor y que fue castigado por ello y la de él mismo que reconoció su condición pecaminosa al contemplar la grandeza del Señor y fue enviado a compartir su palabra.
Isaías admiraba a su monarca, pero comprendió que era insostenible su situación al pretender convertirse en el sacerdote del Señor cuando esta facultad era exclusivamente de los descendientes de Aarón. Dios establece límites muy claros, y esas fronteras nadie las debe cruzar, aunque sea muy famoso y popular por su conocimiento.