La Biblia dice en Jeremías 1:9
“Y extendió Jehová su mano y tocó mi boca, y me dijo: He aquí he pues mis palabras en tu boca.”
Con esta acción Jeremías comenzó uno de los más largos y fructíferos tiempos de profecía bíblica que lo llevó a hablar en nombre de Dios por más de seis décadas, en medio de una gran oposición, padeciendo persecución e intentos de asesinato por parte de reyes y gobernante incomodos con su predicación.
Jeremías habló exclusivamente lo que Dios le dijo que hablara. No hubo en el vidente de Dios jamás la arrogancia para hablar palabras que nacieran de su emoción o que surgieran de su imaginación, sino solo y exclusivamente lo que el Señor le ordenaba que expresara ante un pueblo y gobernantes extraviados y endurecidos.
La labor del profeta no fue sencilla. Le tocó conocer de primera mano la maldad de un pueblo que olvidó y abandonó la palabra de Dios, que siguió los dioses paganos de las naciones que rodeaban a Israel y que pervirtió gravemente los postulados que Moisés había recibido en el monte Sinaí.
A ese profeta le tocó anunciar la destrucción de Jerusalén y el exilio a Babilonia y con ello se ganó el odio y resentimiento de sus conciudadanos que al oír esa profecía lo acusaron de anti nacionalista. Lo apresaron y llegaron al colmo de encerrarlo en una letrina para castigarlo por tales afirmaciones que pensaron que venía de su amargura.
Pero sus palabras se cumplieron cuando en el siglo sexto antes de Cristo Nabucodonosor llegó a Jerusalén, la sitió, la conquistó y la quemó destruyendo el sagrado templo de los judíos que impávidos se dieron cuenta que las palabras de la boca de Jeremías en realidad eran las palabras del Señor.
Gracias a ese profeta contamos con la descripción más gráfica de lo que sucedió en esos días porque las plasmó en el libro de las Lamentaciones donde vierte toda su pena al ver a su amada ciudad, que terminó así debido a la iniquidad de sus habitantes que no respondieron a sus reiterados llamados de mejorar sus caminos.
Pero Jeremías prestó un servicio invaluable a su nación porque luego de la destrucción de su amada ciudad, les dijo que estarían en cautiverio setenta años, tiempo exacto en el que regresaron a Jerusalén en una última demostración que este hombre fue llamado por Dios y que él puso sus palabras en su boca.
Nos queda claro que la palabra de Dios jamás se equivoca. La revelación divina se cumple. Tenemos, entonces, la bendición de contar con la Escritura que es el ancla más segura que hay en este mundo.