La Biblia dice en Lucas 11:1
“Aconteció que estaba Jesús orando en un lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar…”.
Jesús les enseñó a sus discípulos a orar. Orar es platicar con Dios. Pero la sencillez del ejercicio no nos exime de ser reverentes y respetuosos con el majestuoso Señor que invocamos cuando abrimos nuestros labios para acercarnos a su persona, a través de la oración modelo del Padre nuestro.
A pesar de tener el libro de los salmos, que enseña a orar, cuando los apóstoles vieron a Jesús orando se interesaron en ese ejercicio espiritual y el Señor los llevo de la mano para enseñarles a dirigirse a Dios, pero hizo énfasis, en cómo deberían dirigirse al Creador a la hora de tener comunión con él.
Pero en el relato que Lucas hace sobre este evento, resalta la necesidad de la persistencia y perseverancia a la hora de dirigirnos a Dios. Es decir importa lo que decimos a Dios, claro, pero es todavía más importante no dejar de orar o ser constantes y no desmayar en nuestra insistencia al presentarnos ante el Dios del cielo y de la tierra.
Los discípulos recibieron dos ejemplos para acompañar la respuesta a su petición de ser enseñados a orar. El primero de un amigo que inoportuna pidiendo a su vecino a media noche pan para un conocido suyo que ha llegado a visitarlo y no tiene pan para ofrecerle. A pesar de ser tan tarde el hombre se levanta para darle lo que está pidiendo a fin de que no lo moleste más.
Quiso Jesús que comprendiéramos la naturaleza de la oración como un acto de atrevimiento y persistencia, pero también como una actividad donde lo relevante y realmente importante es a quien dirigimos nuestras peticiones: un Señor dispuesto a atendernos siempre, sin importar la hora o lo inoportuno de nuestra súplica.
Esa verdad la confirmó con el segundo ejemplo: Si los padres siendo malos saben dar buenos regalos a sus hijos, el Padre celestial hará exactamente lo mismo y con mayor fuerza o intensidad porque él no conoce la maldad y es extremadamente bueno con los hijos suyos que claman de día y de noche.
Cuando oremos debemos recordar siempre que del otro lado de nuestros ruegos, súplicas, peticiones y acciones de gracias está un Dios dispuesto, atento y listo para auxiliarnos en nuestras grandes necesidades. Un Dios que jamás se desentiende de lo que necesita cada uno de nosotros.