La Biblia dice en 1ª Corintios 10:14-22
Por tanto, amados míos, huid de la idolatría. 15 Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo. 16 La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? 17 Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan. 18 Mirad a Israel según la carne; los que comen de los sacrificios, ¿no son partícipes del altar? 19 ¿Qué digo, pues? ¿Que el ídolo es algo, o que sea algo lo que se sacrifica a los ídolos? 20 Antes digo que lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. 21 No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.22 ¿O provocaremos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que él?
Introducción
La falta que cometían los corintios era grave, según podemos leer en los versos que vamos a meditar en esa ocasión. Los miembros de la iglesia, no todos, pero si algunos o muchos, no distinguían para nada la diferencia entre la Cena del Señor y participar activamente en las ceremonias idolátricas que se practicaban en la ciudad.
Corinto, como muchas ciudades romanas, estaba infestada de templos, recintos o lugares donde se veneraban a ídolos de toda clase y de todo tipo para protegerse de infortunios y para derrotar a sus enemigos. En esos lugares era común ver sacerdotes que hacían las veces de intermediarios entre los hombres y sus “dioses”.
Mención aparte merece el templo de Afrodita, la diosa del amor y la fertilidad, que era venerada con sacrificios y sacerdotisas que se prostituían como parte de un culto profano en el que participaban hombres y mujeres por igual y también el culto a Apolo, considerado el “dios” del sol.
Corinto no era diferente a otras metrópolis romanas. Estaba llena de deidades en las que se sacrificaban animales que luego se comercializaban en los mercados públicos de la ciudad, porque las cantidades que se desecharían si se tiraban eran enormes y los comerciantes no estaban dispuestos a perderlas.
De allí, el vehemente llamado al apóstol Pablo para que los creyentes de esa iglesia huyeran de la idolatría. La palabra “huir” que usa procede de la palabra griega “feugete”, de donde procede el témino en español “fuga” que se emplea cuando alguien escapa de una prisión o lugar de retención.
Pablo quería que sus queridos hermanos pudieran comprender que no podían participar de la mesa del Señor y al mismo tiempo sentarse a comer como partícipantes activos de los sacrificios a Apolo y Afrodita y a otras deidades romanas. Les hizo ver y nos hacer ver a nosotros la incompatibilidad de esa actitud.
La idolatría es poner en lugar del Señor a una persona o una cosa. Cualquier persona o cosa que ocupe el lugar de Dios es nuestro ídolo. Es tan sutil este peligro que muchas veces sin darnos cuenta veneramos o nos rendimos a alguien o algo que no es Dios y nuestra vida gira entorno de ella.
Solo les faltaba amor
Porque se dejaban arrastrar por la idolatría
A. Descuidaban el valor de la mesa del Señor
B. Participaban de la mesa de los demonios
Al llegar a este tema, Pablo el pide a los corintios dos cosas: sensatez y criterio. Apela a dos virtudes que se deben cultivar al interior de la iglesia cristiana porque son indispensables para conducirse correctamente delante del Señor. Se los dice de la siguiente manera: Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo.
La palabra sensatos apela a la prudencia y la expresión juzgad a la capacidad de distinguir o discenir lo que se hace o se dice. El creyente al momento de volverse a Dios comienza un largo proceso de renovación mental. Sus valores cambian para bien. Deja de vivir por vivir y de hacer las cosas solo por hacerlas e inicia un progresivo desarrollo de su entendimiento.
Una vez que ha solicitado que sean sensatos, prudentes y con criterio les lanza una sencilla explicación de lo que representa la cena del Señor.
A. Descuidaban el valor de la mesa del Señor
La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? 17 Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan. 18 Mirad a Israel según la carne; los que comen de los sacrificios, ¿no son partícipes del altar?
En estos versos el apóstol hace una explicación de lo que representan los elementos que se usan cuando celebramos lo que llamamos Santa Cena, Mesa del Señor o Cena del Señor. La copa que se refiere al vino y el pan tienen como función esencial vincularnos con Cristo.
La mesa del Señor es la materialización o la expresión física de nuestra comunión con Cristo, según nos enseña Pablo. La mesa del Señor además de recordarnos su sacrificio vicario y su pronto retorno a este mundo, nos señala con toda claridad que estamos unidos a él en una comunión inseparable.
No podemos, de ninguna manera, hacer a un lado a Jesús de nuestras vidas y participar de la idolatría. La palabra comunión que usa en dos ocasiones el apóstol procede de la palabra griega “koinonía”, que implica una relación muy cercana, una amistad íntima entre dos personas. También se puede usar como compañerismo, asociación o participación conjunta.
Pero, además, la mesa del Señor nos hace uno, propicia la unidad, al comer del mismo pan y beber de la misma copa, la iglesia se vuelve una o uno porque nos vincula en un solo propósito y una sola misión en este mundo: testifcar de la muerte, la resurrección y el pronto regreso de Cristo.
Como ejemplo de esa vinculación, Pablo recurre al sacrificio que los hebreos hacían en su templo y quedaban unidos tanto quienes los llevaban como quienes los ofrecían al tomar parte de ellos. La cena del Señor es una ceremonia o una ordenanza que nos ayuda a vivir piadosamente en comunidad.
B. Participaban de la mesa de los demonios
¿Qué digo, pues? ¿Que el ídolo es algo, o que sea algo lo que se sacrifica a los ídolos? 20 Antes digo que lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. 21 No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.22 ¿O provocaremos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que él?
Pablo sigue con la misma idea de que un ídolo es nada. Lo hace con las dos preguntas del verso diecinueve. En efecto ni el ídolo es nada, ni lo que se sacrifica, pero en el verso veinte Pablo aclara contundente y claramente que lo que los gentiles cuando hacen esa clase de sacrificios en realidad lo hacen a los demonios.
La palabra demonios que usa en dos ocasiones en este pasaje es una trasliteración del griego “daimonios”, que en el Nuevo Testamento se usa como espíritus malignos, mensajeros del maligno. Los demonios son servidores del diablo para estropear la verdadera adoración a Dios, a través del engaño y la mentira.
La idolatría es terreno del maligno. Así lo podemos descubrir con deidades del Antiguo Testamento como Baal, Moloc, Astarte y otras más, mencionadas y denunciadas por los profetas que el Señor envió a su pueblo.
Evitar la idolatría es el primer mandamiento que Dios le dio a los judíos en el monte Sinaí porque ese pecado le quita el trono a Dios. Ese pecado fue exactamente el mismo que cometió el diablo al querer ocupar el lugar del Señor y por eso lo alienta y alimenta para que los hombres quiten a Dios de su primerísimo lugar y pongan allí ídolos como el dinero o los placeres.
Y ese pecado es el que despierta el celo del Señor, como dice Pablo en el verso veintidós: 22 ¿O provocaremos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que él?
Al practicar la idolatría el creyente despierta el celo del Señor, justamente del que Pablo les habló en los primeros versos del capítulo diez y fue la razón por la que en un solo día murieron veintitrés mil personas porque definitivamente jamás podremos ser más fuertes que el Señor.
La palabra celos procede de la raíz griega “parazéloó, que se traduce como incomodidad o enojo. Pablo nos recuerda que el Señor es más fuerte que nosotros, es decir, que nunca le podremos ganar.