La Biblia dice en Génesis 12:10
“Hubo entonces hambre en la tierra, y descendió Abraham a Egipto para morar allá; porque era grande el hambre en la tierra.”
Abraham hizo un viaje larguísimo desde su tierra Ur de los caldeos hasta la tierra que hoy ocupa el pueblo de Israel en el medio oriento. El periplo lo hizo en obediencia a un mandato del Señor que le ordenó que saliera de su tierra y dejara a su familia para ir a la tierra donde sería una nación grande, sería bendecido y engrandecería su nombre.
Sin dilación, Abraham, el padre de la fe salió de allí junto con su esposa Sara y su sobrino Lot y luego de varias semanas de recorrido a pie y a veces, montados en camellos llegaron a lo que hoy es Siquem y cuando llegaron allí Dios se le volvió a manifestar para recordarle lo que ya le había dicho: que esa tierra, ocupada por los cananeos, sería de su descendencia.
Solo que al llegar allí se desató un gran hambruna sobre toda esa región del planeta. Fue de tal magnitud que el verso que hoy meditamos dice primero que “hubo hambre en la tierra” y luego “que era grande el hambre en la tierra”, lo que significa que la escasez de alimentos fue de enormes y terribles dimensiones.
Me imagino la contrariedad que atravesó Abraham luego de un larguísimo viaje para llegar a una tierra que no estaba vacía, que estaba ocupada por muchos pueblos paganos, violentos e inmorales y luego presenciar una hambruna que le hizo huir a Egipto para preservar su vida y la de sus acompañantes.
Cómo creer en las promesas de Dios de que sería el padre de una nación grande, que sería bendecido y que su nombre sería también engrandecido ante lo que estaba sucediendo, pero el padre de la fe nos muestra y demuestra la razón por la que se le conoce con ese título. Nunca dejó de creer. Nunca dudó, ni tampoco desmayó.
Abraham le creyó a Dios sin importar todas las circunstancias que rodeaban la promesa. Abraham confió en Dios a pesar de que la realidad era completamente contraria a lo que Dios le había dicho que haría. El padre de la fe jamás dejó de tener seguridad de lo que Dios le había dicho.
Debemos imitarlo siempre porque nos muestra que las promesas de Dios se cumple, pero antes de ello suceden muchas cosas que nos hacen pensar que lo que creemos es una fantasía, que lo que abrazamos con todo nuestro corazón en realidad es una quimera o ilusión.
La realidad es a veces nuestra gran enemiga porque nos grita que todo está en nuestra contra y que lo que Dios nos dijo está muy lejos de cumplirse o de plano nunca sucederá. Abraham no le hizo caso a la ocupación de Canaán y menos a la hambruna, él siguió confiando en Dios y hoy en día su pueblo está allí recordándonos que la fe siempre tiene galardón.